El bullicio en la cafetería era el habitual de una mañana cualquiera. En una mesa del fondo, dos amigos discutían acaloradamente sobre política. Ambos defendían sus posturas con pasión, incapaces de ceder terreno. Uno de ellos sacó su teléfono y mostró un artículo que apoyaba su argumento. El otro hizo lo mismo. Ambos leyeron sus respectivas fuentes y, sin sorprenderse, cada uno reafirmó su postura sin cambiar una sola convicción. No importaban los datos, ni la lógica, ni siquiera la evidencia: sus creencias estaban blindadas.

La democracia no se construye solo con instituciones sólidas y elecciones periódicas; también depende de la calidad del pensamiento de sus ciudadanos. Pero, ¿qué ocurre cuando ese pensamiento está condicionado por la disonancia cognitiva y el sesgo político? En la actualidad, estas distorsiones psicológicas no solo afectan la forma en que los ciudadanos perciben la realidad, sino que también están contaminando el debate público y debilitando la esencia misma de la democracia.

La disonancia cognitiva: el autoengaño que nos impide ver la realidad

El psicólogo Leon Festinger definió la disonancia cognitiva como la tensión psicológica que sentimos cuando nuestras creencias entran en conflicto con la realidad. En lugar de aceptar la evidencia, solemos justificar nuestras creencias mediante argumentos irracionales para evitar el malestar que supone reconocer que podríamos estar equivocados.

Un ejemplo clásico de este mecanismo lo encontramos en la fábula de Esopo, "La zorra y las uvas": al no poder alcanzar las uvas, la zorra decide convencerse de que estaban verdes y que no valía la pena comerlas. De la misma manera, en política, muchas personas niegan hechos evidentes simplemente porque aceptar la verdad resultaría demasiado doloroso o inconveniente para su ideología.

En política, esta tendencia se traduce en un comportamiento preocupante: muchos ciudadanos defienden a "su partido" o "su líder" aunque este haya cometido errores evidentes o haya incumplido promesas electorales. Así, cuando un gobernante actúa de manera contraria a lo que pregonaba, sus seguidores no solo lo justifican, sino que atacan a quienes se atreven a cuestionarlo.

El sesgo político: un filtro que deforma la realidad

Los seres humanos interpretamos la información a través de filtros subjetivos que refuerzan nuestras creencias previas. Este fenómeno, conocido como sesgo de confirmación, hace que seleccionemos la información que refuerza nuestra visión del mundo y rechacemos cualquier dato que la contradiga. En el ámbito político, esto genera un fanatismo peligroso: los seguidores de un partido ven a sus adversarios como el enemigo absoluto, ignorando cualquier argumento que contradiga sus posiciones.

Esta actitud está permeando la sociedad a niveles alarmantes. No se busca debatir para alcanzar acuerdos o comprender distintas perspectivas, sino confirmar lo que ya se cree. Y los políticos, conscientes de esta debilidad psicológica, la explotan: construyen discursos llenos de apelaciones emocionales y narrativas que polarizan, evitando cualquier espacio para la reflexión racional.

Políticos que actúan distinto a como hablan: el mal ejemplo que contamina la sociedad

Uno de los mayores problemas de la política actual es la distancia entre el discurso y la acción. Se llenan los parlamentos de grandes palabras sobre transparencia, justicia e igualdad, mientras que, en la práctica, los mismos políticos incurren en corrupción, nepotismo o falta de ética. Esta incoherencia no solo mina la confianza en las instituciones, sino que también da un ejemplo nocivo a la sociedad.

Cuando los ciudadanos ven que los líderes políticos dicen una cosa y hacen la contraria, acaban asimilando que esta conducta es normal o, peor aún, justificable. Como un virus contagioso, la falta de coherencia se propaga y afecta a la ciudadanía, que empieza a aplicar esa misma lógica en su vida cotidiana: se defiende lo indefendible, se justifican comportamientos reprochables y se cae en la misma hipocresía que se critica en los adversarios políticos.

El pensamiento crítico como antídoto: votar con criterio, no con fanatismo

En el deporte, es común escuchar frases como "soy del Betis man que pierda". Es decir, se asume una lealtad incondicional que no se cuestiona, pase lo que pase. Sin embargo, en política, donde se toman decisiones que afectan la vida de millones de personas, esta mentalidad es un error catastrófico.

El voto debe ser una decisión basada en un análisis objetivo de qué candidato o partido beneficiará más al interés general, no en cuestiones emocionales, en la defensa irracional de siglas o en venganzas históricas. El pensamiento crítico implica tener la capacidad de cuestionar nuestras propias creencias, contrastar información y exigir a los políticos coherencia y responsabilidad.

Conclusión: Recuperar el ágora del pensamiento libre

Si queremos fortalecer la democracia, debemos empezar por nosotros mismos. Como ciudadanos, tenemos la obligación de informarnos, de debatir con argumentos y de votar en función del interés general, no de lealtades ciegas. La disonancia cognitiva y el sesgo político son los enemigos silenciosos que debilitan las democracias y solo con una ciudadanía crítica y comprometida podremos evitar que se conviertan en un obstáculo insalvable.

Antonio García-Trevijano lo expresó con claridad: "Sin libertad política colectiva, la democracia es un simple decorado". Y sin ciudadanos con pensamiento crítico, ese decorado se convierte en un espejismo que oculta la ausencia de verdadera soberanía popular.

Ante aquellos que se aferran a idearios políticos con un fanatismo irracional, los ciudadanos comprometidos con la democracia deben actuar con paciencia y razonamiento. No se trata de confrontar con más polarización, sino de fomentar el diálogo, el acceso a información veraz y el cuestionamiento de dogmas. El verdadero cambio no se logra con imposiciones, sino con la siembra de dudas razonables que permitan que cada individuo, por sí mismo, pueda librarse de los grilletes de la manipulación ideológica.

Recuperemos el espacio del pensamiento libre, donde el diálogo sea posible y la verdad no esté secuestrada por ideologías. Porque solo una sociedad que se atreve a cuestionar lo que cree puede aspirar a una democracia verdaderamente sana. Ahora, la gran pregunta es: ¿Estarías dispuesto/a tú a rectificar si estuvieras equivocado/a?