Hace unos días mantenía una conversación con una gran amiga que aseguraba que solo una profunda espiritualidad le había permitido traspasar el umbral del último cambio de año, desprendida del caos que en esos momentos mal alimentaba su ser. Esa misma tarde, en la presentación del poemario Coda, del artista José Luis Vicario, la espiritualidad volvía al ataque para encontrar la calma de la conexión personal e intransferible.
Pocas horas después hablaba con una gran experta en moda sostenible sobre los miedos de esta sociedad nuestra en la era VUCA (volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad, por sus siglas en inglés). Su respuesta era la misma: espiritualidad para no dejarse embaucar por los cantos de sirena de la inestabilidad.
Y en su libro Vivir con sentido (Roca Editorial, 2025), la consultora de comunicación María de León explica que el silencio humaniza, porque nos ayuda a escucharnos mejor a nosotros mismos y, en consecuencia, a los demás.
Meditación, meditación, meditación. De diferentes maneras, en diferentes momentos, con diferente intensidad y tiempo, el silencio, ante tanto ruido, se impone sin circunscribirse a una manera concreta de espiritualidad, es decir, sin ceñirse a una religión. Sentir frente a la ansiedad, frente a la desorientación, recuperando el equilibrio ante la sensación de que el barco se hunde.
La geopolítica, las redes sociales, la desinformación… son solo un capítulo de las corrientes tsunámicas frente a las que la espiritualidad surge como ancla conector de los seres humanos con los llamados valores profundos, esos trascendentes que aportan verdadero significado a la vida, además de promover una cierta, no sé si resiliencia, pero sí al menos capacidad para asumir la frustración.
Queda muy claro en un libro que debería ser de cabecera, El hombre en busca de sentido (Herder, 2015), de Viktor Frankl. Tras su lectura, se colige que, incluso en uno de los peores escenarios, en uno de los lugares de pesadilla, como fueron los campos de concentración, justo aquellos que encontraban un propósito de existencia eran capaces de vivir —si es que aquello merecía denominarse vivir— surfeando el sufrimiento.
Y no es frivolidad compararlo con la situación actual. Claro que no habitamos en campos de concentración. Pero sí en el paradigma del hiperconsumismo, en la galaxia de la saturación de información, de fake news, de inestabilidad política y social, de creciente superficialidad. Y es justo en ese ecosistema en el que cada vez más personas buscan la señal personal de stop, para detenerse a reflexionar, a buscar lo esencial, a reencontrarse con su ser más puro.
Propósito y foco se confunden como señal a seguir en un mundo que camina distraído y disperso. Descubrirlos y mantenerlos se vuelve imprescindible en la era de la hiperconexión en la que, sin embargo, estamos más desconectados que nunca. De nosotros y de los demás, saltando de pantalla en pantalla como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas, siempre huyendo.
Por eso, cada vez más se escucha ensalzar la desconexión para la reconexión, el desapego de las pantallas para el apego al ser, cada uno al suyo. Porque anda el ser humano despistado entre tanto salto, entre tanto impulso al que seguir por temor a perderse el todo y a veces la nada.
Eso significa un deseo generalizado de vivir el presente, ese carpe diem también generalizado, especialmente entre la juventud, con mucha probabilidad señalada por la pandemia producida por la Covid-19, que marcó un antes y un después, sobre todo en ella.
Y en ese vivir el presente, se practica la atención plena, el mindfulness, perfecto aliado contra el estrés. Sin ánimo de generalización alguno, su vivencia conduce a la plenitud, que no tiene nada que ver con ánimos de posesión y consumo, esos sí generalizados.
Y frente a la confusión posible y diría que inevitable de la inteligencia artificial, frente a la amenaza intuida de su capacidad para erosionar la identidad humana, volvemos a encontrar la meditación como herramienta válida para mantener el control de la existencia en un universo cambiante y muchas veces hostil.
No se trata de buenismo ni, menos aún, de inocencia. Se trata de jugar para trascender, más allá de la propuesta del éxito por el éxito. También de poner las luces largas que diferencian la mirada cortoplacista de quienes buscan la ganancia rápida y la de aquellos que, con valores más profundos, consiguen mayor impacto, ya sea desde el punto de vista empresarial, social o personal, tal y como explica el escritor Simon Sinek, en El juego infinito (Empresa Activa, 2020).
Llevado al campo personal, queda claro que ante al poseer y triunfar, ante la confusión de una sociedad de ciudadanos llamados permanentemente consumidores, la mejor posesión posible es la de uno mismo, aquella que conecta con la propia esencia y, por tanto, y de paso, con la de los otros. Y no, no es lujo ni evasión. Es una herramienta de pura supervivencia.
En época de cambios, encontrar la serenidad del yo, más allá del ego, aprovechando la reflexión y la meditación para practicar la gratitud, es perfecto alimento cotidiano, base de crecimiento. En una sociedad en la que aseguramos sin despeinarnos que lo que no se mide no existe, la felicidad debe encontrar su fuente más allá de ecuaciones económicas para encontrarse con aquellas que se cuentan por desarrollo y crecimiento personal.
Algunos lo llaman dejarse fluir. En cualquier caso, sí puede entenderse como la perfecta estrategia para no resistirse al cambio. Como dejó escrito Krishnamurti, "no es signo de buena salud estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma". Seguramente la respuesta no está fuera, sino dentro.