
Anna Castillo como Pilar en una escena de 'Su Majestad'
'Su Majestad': todo lo que usted quería saber sobre la monarquía y el cine español no se atrevió a contar
Borja Cobeaga y Diego San José firman una serie que se atreve a enlistar todas las faltas que la realeza ha ido acumulando las últimas décadas.
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El ficticio rey Alfonso XIV (Pablo Derqui), exhortado por los poderes fácticos del estado, se ve obligado a abandonar temporalmente España después de ser acusado de ocultar una fortuna en las Islas Vírgenes. Ese vacío de poder, aparentemente temporal, deberá ser ocupado por su hija y única heredera, la infanta Pilar (Anna Castillo), quien a sus 27 años ha empleado su juventud en dejar estudios incompletos, mudarse de un colegio a otro y centrar sus esfuerzos curriculares en doctorarse en la universidad de la vida disipada.
Pilar es la única candidata a sostener el peso de una corona cada vez más incómoda, pero su nula preparación y su escasa experiencia la convierten en una regente poco recomendable, por más que la titularidad en el cargo sea provisional. Para facilitar una transición suave, y evitar que los escándalos del padre se amplifiquen si su hija no está a la altura, la Casa Real, cuyas riendas sostiene desde hace 40 años Isidro (Ramón Barea), decide asignarle a Pilar un secretario personal para que la instruya en los compromisos y las obligaciones que su nuevo cometido le obliga a cumplir y, al tiempo, le imprima el carácter entre afable y estólido que todo monarca debería exhibir.
Ese hombre no será otro que Guillermo Salvatierra (Ernesto Alterio), experto en la resolución de conflictos institucionales ahora apartado de tales quehaceres por viejas desavenencias con la corona. Un tipo atildado, severo, perspicaz y leal como un perro de caza.
Con ese planteamiento, que bien podría verse como un cruce entre My Fair Lady (George Cukor, 1964) y una versión satírica de la primera temporada de The Crown (Peter Morgan, 2016-2023), la pareja creativa formada por Borja Cobeaga y Diego San José construye una comedia a contrapelo que, por un lado, pone en solfa los desmanes a los que nos han tenido habituados los Borbones en los últimos tiempos y que nuestra ficción había dejado de abordar, y por otro, propone un retrato sobre el privilegio, pero también sobre la soledad y el aislamiento.
Como ya sucediera en los últimos trabajos seriales de ambos (Venga Juan, No me gusta conducir, Celeste) el factor diferencial de Su Majestad se encuentra en el tono, amén de en la inaudita facilidad para ir abordando distintos géneros sin abandonar la comedia, pero también en un trabajo de puesta en escena muy por encima de lo acostumbrado, al menos en lo que a la comedia española se refiere.
Antes de entrar en el terreno del análisis visual, convengamos que la serie se atreve a enlistar todas las faltas que la realeza ha ido acumulando en las últimas décadas. Lo hace desde la ficción, pero a cualquiera que haya leído un periódico, una revista del corazón o visto un telediario en los últimos quince años le será fácil identificar la casuística reflejada.
La evasión de capitales de Juan Carlos I, las condenas a raperos como Valtonyc o Pablo Hásel, la famosa portada de El Jueves, la connivencia de los poderes del Estado, especialmente el judicial, con la Casa Real, las estrambóticas aventuras protagonizadas por Froilán y Victoria Federica (sin duda los moldes en los que se inspira el personaje de Su Alteza Pilar) … Incluso se aprecian ecos de la love story entre el príncipe Harry y Meghan Markle en esa comedia romántica con acento british que es el quinto episodio.
Ahora bien, Cobeaga y San José, y el tercer guionista en discordia que es Jose A. Pérez Ledo, son siempre incisivos pero evitan en todo momento caer en la parodia. Para ser mordaz sin ser soez son necesarias dos cosas. En primer lugar, escarbar hasta encontrar el lado humano de tus criaturas. Pilar está lejos de ser una mujer admirable. Es mudable, altanera, vana y caprichosa que diría Bécquer. Asume el privilegio como algo natural y lo explota a conciencia: obliga a dos señores septuagenarios, propietarios de la receta de la mejor tortilla de patatas de Madrid, a que le abran su puesto en el mercado a las tantas de la madrugada porque ella, la princesa, quiere agasajar a su ex novio (capítulo 5).
El reverso traumático de esas destempladas exhibiciones de autoridad queda representado por la figura de un padre viudo que nunca creyó en ella, lo que deriva en una inextinguible sensación de orfandad, algo que se traduce en un permanente aislamiento no solo físico, algo hasta cierto punto lógico atendiendo al estatus de Pilar, sino sobre todo afectivo.

Ernesto Alterio en una escena de 'Su majestad'
No es casual que la primera vez que veamos a Alfonso XIV sea reflejado en un espejo, la imagen misma de la doblez, y que el episodio final tenga un clímax que Sigmund Freud hubiera contemplando haciendo repetidos gestos de asentimiento. No se trata, sin embargo, de compadecer a Pilar, sino más bien de mostrar que la culminación de su proceso formativo pasa por aprenderse las reglas del juego, unas reglas que ya sabemos dónde nos han llevado.
El segundo factor clave a la hora de mantener ese equilibrio tonal pasa por la elección del reparto. Resulta muy difícil dar con una actriz que, pese a encarnar una tipa que trata mal a sus subordinados, sea capaz de despertar ternura en quien la observa con apenas un leve gesto. Llámenlo aura, genio, talento o como quieran, pero con su interpretación Anna Castillo protege a su personaje (y a la serie) de la ira de un público que tiene muy fácil odiarla.
Otro tanto sucede con ese profesor Higgins vestido de Emidio Tucci que compone con aseada serenidad un magnífico Ernesto Alterio, siempre debatiéndose entre la responsabilidad y el cariño que termina cogiéndole a su pupila. Para el recuerdo queda la aparición de su padre, Héctor Alterio, en una escena—homenaje a propósito del oficio de representar (una obra o a un país) que emociona más allá de cualquier descripción que pueda hacerse de ella.
Todos ellos no enfrentan sus composiciones desde un registro naturalista, sino imprimiéndoles a sus creaciones un tono farsesco, pues esos son los códigos en los que se mueve con soltura Su Majestad, casi una farsa sobre farsantes.
Quizá el único problema de unos guiones que juegan hábilmente con la rima y las estructuras circulares —el "hijos de puta" con el que empieza y acaba el capítulo 1; el uso del audio del rey— sea el hecho de cargar en exceso las tintas en algunos momentos, como sucede con el encuentro entre Pilar y los miembros del Consejo General del Poder Judicial.
La secuencia de la comida es demasiado obvia, por más que la colección de vejestorios sienta que obra con total impunidad y, aún así, bajo ese pasaje tan burdo se entrevé el funcionamiento de un organismo absolutamente controlado por las fuerzas políticas conservadoras de este país. Bajo la crítica de trazo grueso a las prebendas monárquicas se esconde otra no tan evidente al funcionamiento de los engranajes del estado.
Filmar el privilegio
Desde una perspectiva compositiva, Su Majestad sorprende por el empleo recurrente del plano general como puerta de entrada a los salones del privilegio. Normalmente, la comedia suele recurrir a las escalas cortas, dada su preferencia por los diálogos y por la (falsa) necesidad de que veamos con claridad a los actores: con la excusa de la legibilidad, se termina cayendo en la simpleza.
Aquí, sin embargo, se juega a la contra en casi todos los terrenos. Como decíamos, se utilizan con frecuencia los planos generales para incidir en esa idea de aislamiento, sinónimo de esa burbuja protectora diseñada para preservar a los elegidos, pero también para mostrar la soledad y el desamparo.
A ese tipo de composiciones se accede, en numerosas ocasiones, a través de zooms out o de trávelins de retroceso (algunos filmados con dron), movimientos en consonancia con alejamiento de la realeza con respecto al resto del mundo. Verbigracia, el final del primer episodio, con Alfonso y Pilar escuchando desde el balcón de palacio la sonora cacerolada de protesta de esa ciudadanía a la que se asemejan tanto como un Lamborghini a un Seat 600.

Anna Castillo y Pablo Derqui en una escena de 'Su majestad'
Ese tipo de diseño visual también busca enrarecer las imágenes, dotarlas de nuevas capas de sentido. Como ya sucedía en 'Patagonia', el cuarto episodio de Venga Juan, en no pocos pasajes se juega con una iluminación tenebrista, más propia del cine de terror o del film noir que de la comedia. Pensemos en los dos encuentros que la infanta Pilar mantiene con Cañete (Florentino Fernández), un cómico que se dedica a mofarse de su padre durante sus shows en un pequeño teatro madrileño.
La primera charla entre ambos, en la que Pilar amenaza con llevarle ante la Audiencia Nacional por injurias a la corona, la luz de baja intensidad y la disposición del atrezo (véase el plano general que cierra la secuencia), nos remiten a un modelo cinematográfico muy concreto, como si la princesa fuese una Corleone que disfraza sus amenazas de consejos.
En su segunda reunión, ya en palacio, las claves lumínicas serán las mismas hasta que Cañete se siente en la mesa y la infanta encienda una luz como si fuese el foco que ilumina un escenario. En ese punto, le pedirá al cómico que "haga de su padre", de un padre que confía en ella, no como el progenitor que le ha tocado en suerte y al que, minutos antes, le ha oído confesar en una grabación que sabe que ella no está preparada para sucederle en el cargo: "no es tonta, pero lo disimula muy bien".
Para explicar la intención que existe detrás de la planificación de toda la serie —cada corte en la edición responde a un sentido dramático— sigamos en esta secuencia. Borja Cobeaga pespuntea planos y contraplanos mientras Pilar le hace repetir a Cañete, una y otra vez, "estás preparada y lo vas a hacer bien". No compartirán el encuadre hasta que ella crea que oye la voz 'real' de su padre.

Anna Castillo en 'Su majestad'
Por corte directo pasaremos a un plano general de ambos, desde un emplazamiento distinto a todos cuantos se habían utilizado en la secuencia hasta ese momento: si la base dramática de la secuencia cambia, la posición de la cámara, también. En ese punto empieza a sonar Gracias España de Los 3 Sudamericanos. Segundos antes, Cañete, fingiendo ser Alfonso XIV, bromeaba con volver a reconquistar América Latina. Aquí no se da puntada sin hilo.
Podríamos poner numerosos ejemplos como el anterior. Y citar influencias que, a piori, poco tienen que ver con la comedia, algunos más superficiales, otros más profundos. El Steven Spielberg de En busca del arca perdida (1981) redivivo en un almacén de Getafe en el que se guardan todos los objetos (revistas, libros, ninots falleros) que calumniaron a la casa real.
O incluso aquel Sidney Lumet que hurgaba en los resquicios de la moral y la corrupción en, por ejemplo, La noche cae sobre Manhattan (1996), y que parece asomar en el encuentro definitivo entre Isidro y Guillermo Salvatierra en el episodio final, una suerte de thriller sucesorio en el que Cobeaga vuelve a jugar con el claroscuro y las escalas (Isidro planos más amplios, Guillermo más cortos) para señalar quien está abandonando su puesto y quien va a heredarlo. A veces, la comedia es una cosa que hay que tomarse en serio.
Ahora bien, en quien más ha pensado uno viendo Su Majestad es en la Sofia Coppola de Maria Antonieta (2006) y Priscilla (2023). ¿Por qué? Pues por la manera que tienen Borja Cobeaga y Ginesta Guindal, la otra directora de la serie, de encajar un cuerpo extraño en un espacio al que pertenece por genética pero no por estética. Los colores vívidos y brillantes de su indumentaria chocan con la exuberancia barroca del palacio y marcan un claro desentendimiento generacional, pero también conductual. Pilar pertenece a otro tiempo.
La serie explota esos anacronismos a la inversa de como lo hacía Coppola con sus extemporáneas Converse en Maria Antonieta. Si allí las zapatillas estaban fuera de lugar, aquí lo están los valets de chambre vestidos como en el siglo XVIII. En ambos casos se trata de señalar las anomalías, que pueden hacerse extensibles a la propia insitución, como en ese suntuoso plano general (una vez más) del primer episodio en el que la futura monarca se fuma un porro en mitad de un lujoso salón.
Hay, también, un modelo descriptor compartido, pues se utilizan los insertos para señalar la hostilidad de un espacio ajeno a las protagonistas: al igual que Graceland estaba diseñada por y para Elvis y Versalles para Luis XVI; Pilar está en un palacio que no fue pensado para ella (ver la foto que abre el texto) y que deberá aprender a conquistar hasta "coronarse". Si la han visto entenderán esas últimas comillas; si no, ya están tardando.