
Truman Capote, autor de 'A sangre fría' y Luisgé Martín, autor de 'El odio'. Foto: Wikimedia Commons / David Zorrakino / Europa Press.
'A sangre fría' y 'El odio': escribir sobre el dolor ajeno
Los asesinos matan a sangre fría. Los escritores deberían escribir con el corazón en la mano, transmitiendo calor y ternura. Como hicieron Lev Tolstói, Saint-Exupéry o Gabriel Miró.
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Cuando salió a la luz la polémica sobre El odio, el libro de Luisgé Martín, pensé de inmediato en A sangre fría, la famosa y extraordinaria novela de Truman Capote. ¿Se trataba de casos similares? ¿Prohibir El odio atentaba contra la libertad de expresión? ¿Se debe subordinar la creación literaria a criterios éticos o se debe respetar la autonomía de la obra?
No he leído El odio, pero no creo que Luisgé Martín justifique a José Bretón. Puede que su soledad y su penalidades en la cárcel le hayan llegado a inspirar cierta lástima, lo cual no me parece deleznable. Truman Capote llegó a sentir simpatía por Perry Smith, uno de los asesinos de la familia Cuttler, pues descubrió que había sufrido mucho durante su niñez con una madre alcohólica y un padrastro maltratador. Eso sí, no se limitó a hablar con él y con su familia.
Además, se desplazó a la pequeña comunidad agrícola de Holcomb, Kansas, para reconstruir la vida de la familia Cuttler. Los habitantes del pueblo no ocultaron el desagrado que les produjo su investigación. Casi todos consideraban de mal gusto airear el asunto y relatar los detalles del crimen. El aspecto de Capote —un dandi que no disimulaba su homosexualidad—incrementó el rechazo en una comunidad rural de la América profunda.
El escritor se mostró sensible y respetuoso con el dolor de las víctimas, pero actuó con muy pocos escrúpulos con Perry, que le pidió ayuda para retrasar la ejecución y solo obtuvo silencio. Capote reaccionó de ese modo porque deseaba que se ejecutara la sentencia y así poder publicar su novela. Ciertamente, los autores no son santos ni figuras ejemplares.
¿Se debería haber prohibido A sangre fría? La novela no incurre en una apología del crimen. En cambio, sí lo hace el marqués de Sade en Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela de libertinaje. Se habla de la crudeza de la pornografía actual, pero en las páginas de Sade el grado de violencia y obscenidad es infinitamente mayor. Yo jamás he conseguido leer el libro completo. La repugnancia física y moral me lo ha impedido. Y, desde luego, no volveré a intentarlo.
Presumo que El odio está muy lejos de la profunda amoralidad de Sade. Sin embargo, ha nacido con importantes lastres. Luisgé Martín no recabó el testimonio de Ruth Ortiz, madre de las víctimas, con el pretexto de que su punto de vista podría distorsionar su propósito de conocer y comprender la mente de Bretón. Tampoco calculó el daño psíquico que podría causar en una mujer que ha sufrido lo inimaginable o en la forma en que podía afectar a la imagen de los niños asesinados.
¿Merecía la pena abordar un proyecto de esta naturaleza? Se ha comparado El odio con el ensayo de Hannah Arendt sobre Eichmann. En ambos casos, nos enfrentaríamos a la banalidad del mal. Puede que esa expresión describa a Bretón, pero Arendt se equivocó con Eichmann, un nazi fanático que alardeaba de haber exterminado a cinco millones de judíos. No era un simple funcionario que cumplía órdenes, sino uno de los arquitectos de la Shoah.
No sé qué se siente cuando pasas tanto tiempo escribiendo sobre la perversidad moral de algunos personajes reales. Ian Kershaw admitió que su monumental biografía sobre Hitler le dejó devastado. Recrear la historia del líder alemán le resultó tan desagradable como sumergirse en un albañal.
No soy abogado. Carezco del conocimiento jurídico necesario para saber si El odio, de Luisgé Martín, incurre en algún delito. No me gusta que se prohíban libros, pero entiendo a Ruth Ortiz. Si se tratara de mis hijos, me resultaría insoportable saber que un escritor había contactado con el asesino y había escrito un libro sobre su mente retorcida, intentando descubrir sus motivaciones. No soy capaz de pronunciarme de una forma inequívoca, pero pienso que la última palabra debe corresponder a Ruth Ortiz.
Al margen de lo que diga la ley, la literatura debe observar una ética elemental. La excelencia formal no puede excusar ese deber. Y aunque Georges Bataille se complazca en el vínculo entre el mal y la literatura, no es cierto que el arte pueda situarse más allá de las categoría morales. El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl, incluye grandes innovaciones estéticas, pero la exaltación del nazismo convierte la película en algo abominable.
Admiramos obras como el Quijote, Crimen y castigo o Anna Karenina porque advertimos en ellas un hondo latido humano. En cambio, Tempestades de acero, de Ernst Jünger, que describe la guerra como una experiencia fructífera, nos produce frío en el alma.
Borges sostenía que Oscar Wilde siempre tenía razón. Es una afirmación previsible, pues los dos anteponían el ingenio a la ética. Lo cierto es que Wilde no tenía razón al afirmar que no hay libros inmorales, sino libros bien escritos o mal escritos. No me atrevo a decir que El odio, una obra que no he leído, es una obra inmoral, pero sin duda sí lo es Bagatelas para una masacre, de Louis-Ferdinand Céline, una pequeña obra que incita al exterminio de los judíos y que las autoridades francesas, con muy bien criterio, han prohibido.
Estoy seguro de que El odio está bien escrito, pues Luisgé Martín es un excelente autor. De hecho, reseñé uno de sus libros, La vida equivocada, y me gustó mucho. Recuperó un pasaje de mi crítica: "Uno de los mayores aciertos de La vida equivocada consiste en bajar a las cloacas del deseo y explorar la mente de un pederasta que consigue esquivar la ley y la reprobación social. Elías actúa como un monstruo, pero es un hombre corriente, con delirios de grandeza y un talento natural para fracasar. No inspira simpatía ni lástima. Podría ser el vecino del piso de abajo, cortés y discreto. Su horrendo comportamiento solo despierta estupor".
Si Luisgé Martín quería seguir radiografiando el mal, quizás debería haber eludido la moda del true crime y no abandonar el terreno de la ficción. Darle voz a José Bretón y convertirle en un rock star no parece razonable. Charles Manson, adorado por miles de imbéciles, gozó de una fama indigna, alimentada por la fascinación morbosa que inspiraban sus crímenes. Los asesinos matan a sangre fría. Los escritores deberían escribir con el corazón en la mano, transmitiendo calor y ternura. Como hicieron Lev Tolstói, Saint-Exupéry o el inmerecidamente olvidado Gabriel Miró.