Este fin de semana, paseando por mi tierra, Granada, me encontré por azar con Cipriano, mi maestro de primaria. Al verlo, me inundó una gran alegría, de esas que nacen desde lo más profundo del corazón. Han pasado casi dos décadas desde que me dio clase, pero en su rostro seguía intacto ese gesto amable, esa mirada cándida con la que solía mirarnos desde de su mesa del aula. Cipriano es uno de esos maestros que dejan huella, de los que se instalan en la memoria sin pedir permiso, como una voz interior que nos acompaña en los momentos decisivos de la vida.

No siempre somos plenamente conscientes de la importancia que tienen los maestros de escuela. Quizás porque, en una sociedad que mide el valor en función de cifras o títulos, se ha infravalorado -incluso desde dentro del sistema educativo- la labor de quienes enseñan a leer, escribir, sumar y restar, pero también a convivir, a pensar y a descubrir el mundo. Porque los verdaderos maestros no solo enseñan contenidos, sino que enseñan el gusto por aprender. Son capaces de hablar con naturalidad de ciencias y de arte, de historia y de matemáticas, de gramática y de juegos en el recreo. Su saber no está en la especialización, sino en la conexión humana, en la pedagogía de lo esencial. Recuerdo cómo, en mi etapa de instituto, algunos profesores se enfadaban si alguien los llamaba “maestro”, como si se tratara de una ofensa. A mí, sin embargo, esa palabra siempre me ha parecido sagrada.

Ahora que yo mismo soy profesor universitario, no puedo sino admirar con más razón la tarea inmensa que realizan los docentes de primaria. En sus manos está la formación inicial de la persona, en un momento en que se está moldeando el carácter, se despiertan los intereses, se intuyen las primeras vocaciones. ¿Quién no recuerda con nitidez a aquel maestro o maestra que hizo de una asignatura algo apasionante, que recomendó un libro que nos abrió los ojos o que, simplemente, nos trató con un cariño que nos hacía sentir únicos? No exagero si digo que el germen de muchas trayectorias personales y profesionales nacen en esas aulas con pizarras verdes y tizas blancas.

No es casual que, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Albert Camus escribiera una carta de agradecimiento a su maestro Louis Germain. “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin su enseñanza y su ejemplo, nada de esto habría sucedido”, le decía. Porque los grandes logros se apoyan, muchas veces, en ese impulso primero, casi invisible, que alguien supo darnos cuando apenas sabíamos hacia dónde mirar.

A día de hoy, hay casi dos centenares de colegios de primaria en Sevilla capital y sus alrededores más próximos. Cuando pienso en aquellos lugares, no puedo evitar preguntarme cuántos Ciprianos habrá en sus aulas. Cuántos hombres y mujeres dedican cada jornada a sembrar la semilla del saber, de la curiosidad y del respeto. Cuántos están ahora mismo, mientras usted lee estas líneas, formando a quienes mañana serán médicos, arquitectos, panaderos, alcaldes o poetas. Forjando el alma social del futuro de Sevilla.

Este artículo es para ellos. Para los que educan sin esperar medallas, para los que creen en el futuro porque lo ven nacer cada septiembre en las mochilas cargadas de libretas y lápices nuevos. Para Cipriano, que me enseñó que aprender era algo más que hundir el rostro en las páginas de un libro de texto. Gracias por tanto, maestros y maestras.